Javier UGARTE, Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea
Recibía hace unos días un libro estupendo —y muy bien editado por Pamiela, con ilustraciones, etcétera—: Noticias de la Segunda Guerra Carlista y otros relatos del escritor navarro Pablo Antoñana. Incluye textos editados por Antoñana entre 1989 y 2007, seleccionados por Elvira Sainz (su mujer) y Miguel Ángel García. Aparte de recomendar su lectura, cito de su «Prologuillo»: «Aviso al que sienta el picor de la curiosidad por una guerra ya remota y perdida [por las gentes], que de siempre me siguió con fidelidad enfermiza la preocupación por ver en su sitio a los voluntarios de “nuestro muy amado Soberano, Rey, Señor, Don Carlos VII (q.D.g.)”, que, muertos, pasarían a recibir el título de “Mártires de la Tradición”… La primera pregunta inquietante que tiembla con luz propia —dice más adelante— [sería]: qué empujó al voluntario con fe de alumbrado místico a enrolarse en la aventura catastrófica de la guerra». Es un texto apasionado, el sarcasmo, en ocasiones, es superlativo, el estilo, nada analítico, es directo, sustantivo; la emoción, se palpa. El relato del pasado, dar noticia de un tiempo, hacer historia, es apasionante, es hermoso, es producto de mentes creativas y curiosas; es, en ocasiones, resultado de obsesiones “enfermizas”. Después de todo es la herramienta más sofisticada que el humano tiene para saber se sí mismo.
Homenaje en el Fuerte de San Cristóbal, Iruña.
Foto: Sociedad Aranzadi
Hace ochenta años salieron otros voluntarios a los frentes de guerra, también remota y perdida por las gentes, por todas las gentes. Salieron por el Soberano, también; por la fe, por ideales, por una sociedad nueva, por una patria; también por defender una legalidad, la Republicana. Pero ¿cuántos voluntarios —digo voluntarios; y no políticos y militares conscientes que defendían una legalidad democrática; o, en el otro bando, generales o banqueros que lo hicieron por lo suyo— salieron por esto? Pocos. Eran requetés, católicos, anarquistas, socialistas, comunistas, nacionalistas, sacerdotes y comisarios políticos. ¿Tal vez lo hicieran los socialistas afines a Prieto y nacionalistas de Aguirre que sustentaron un Estado de derecho en su territorio? Tal vez.
Demasiadas guerras para un país, para un Continente. (Que dilapida, por cierto, estos días los esfuerzos hechos por generaciones desde 1951 —Comunidad Europea del Carbón y del Acero—, por la paz y la democracia. Lo hace expulsando refugiados, gobernando desde y para una élite burocrática, iniciando el proceso de desconexión de Gran Bretaña, el dichoso Brexit.)
Pero esto es política (de la peor en el caso europeo), hecha de recuerdos y de memoria —de qué si no—. De ideas, utopías e intereses; de decisiones o de la indecisión. Pero política de estadistas o tahúres, gestión de la cosa pública, filosofía de los asuntos humanos diría Aristóteles.
Lo de Antoñana, no. Lo de Antoñana es literatura, sí, pero es al tiempo historia; ganas por ver y saber de los voluntarios, de las gentes del lugar en su sitio y en su tiempo; saber de aquel momento, conocerlo; obtener información sofisticada de las relaciones humanas entonces; conocer la verdad de las cosas a través de múltiples fuentes. Y, para contarlo, usar una escritura bien trabada y hermosa, capaz de hablar de cuántos fueron pero también de cómo eran. Sobre todo, de cómo eran, sentían, sufrían, morían. Saber, en la Guerra, de hospitales de sangre, de bombardeos, de trincheras, de hambre, del miedo; de la mezquindad de las potencias, de la destreza (o no) de los militares y el carácter de los políticos; de mutilados, de ilusiones, de voluntad y utopías; de compasión y de crueldades sin fin. Hay que escribir bien, como Pablo Antoñana hace, para contar todo eso y hacer ver al hombre (a la mujer) de hoy cómo eran los hombres y mujeres de entonces. Eso es hacer historia. Es una de las herramientas más útiles que tenemos para saber de la condición humana. Desde el XIX, eso se aprende en la academia (hoy se mal-aprende) y tiene una formulación de método y deontología. Pero se pensó en ello ya desde Tucídides.
De un tiempo aquí antes que de historia se habla de memoria. Ocurre en toda Europa, y ocurre entre nosotros. La Guerra Civil, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, el franquismo, ETA.
Misa en el frente para los gudaris.
Y está bien que así sea. Está muy bien. Heridas mal curadas, injusticias manifiestas, humillaciones colectivas. Todo ello necesita de una verdad, necesita de una reparación, necesita de la justicia —en la medida en que ésta sea posible: Franco no puede ser llevado ante los tribunales, pero los responsables del 3 de marzo tal vez sí; los del tiro en la nuca, los de las torturas, sí pueden ser llevados—. Y necesita ser recordado con memoriales y obras de arte, con museos o monumentos donde se cuente todo aquello. Marcas del pasado como Moisés recomendó a los judíos hacer tras huir de Egipto y atravesar el desierto: «hazlas saber a tus hijos, y a los hijos de tus hijos» que atravesamos un desierto, que sufrimos y combatimos en él, que pasamos hambre; festeja, escribe poemas, forma a tus hijos, coloca piedras blancas que recuerden esos cuarenta años de sufrimiento.
Una sociedad democrática sólo fomenta su autoestima, la justicia, la igualdad, la compasión, resaltando todo lo bueno que se ha hecho, y condenando con rotundidad todo lo sucio y cruel que se perpetró (como aquel asalto al poder y a la legalidad republicana tramada entre Pamplona, Bilbao, Madrid y Tetuán que fue la última Guerra Civil).
Hoy ocurre que, en la medida en que hay heridas lacerantes aún abiertas heredadas de aquella Europa de sangre y fuego, la única memoria que se tiende a preservar es la memoria de las víctimas. Víctimas inocentes muchas de ellas (bombardeos, asalto a ciudades); otras, cruel y perversamente asesinadas. Víctimas mucho tiempo olvidadas y a las que hoy sus nietos quieren reivindicar (o, como poco, localizar sus restos). No porque refleje mejor que nada el mundo de pasiones, violencia y cultura de entonces, sino porque queda mucho que reparar aún. (Aunque se olvida, no se rememora, a los combatientes y políticas del tiempo, los mitos políticos y religiosos que alentaron el horror, políticos clarividentes y torpes, y el heroísmo de gentes que defendieron la legalidad o sus ideas —o a un compañero— con sus vidas. O tanta zona gris como hubo: ni heroica ni vil. Todas esas otras cuestiones que formaron parte del tiempo pasado, y tal vez lo reflejan mejor.)
Todo esto es necesario. La memoria es necesaria (y si se informa en la historia, sería lo ideal). Pero todo esto es filosofía de los asuntos humanos. Es política de hoy. Preocupación y orgullo de los nietos. Aspiraciones por una sociedad más justa y solidaria (y pacífica) de los hombres y mujeres de hoy. Es política.
La historia es otra cosa. Contra lo que se dice, es apasionada, apasionante, emociona, hace vibrar y puede ser hermosa si está (como debe) bien contada. Informa, en la medida de su influencia social, la memoria de las sociedades, pero no administra la cosa pública. Debe hablar del bombardeo de Gernika, las fosas comunes y la batalla del Ebro, pero también, indagar sobre las relaciones entre Prieto y Juan Negrín, los movimientos de los batallones vascos a las órdenes del PNV, del Pacto de Múnich, del discurso profundamente político y humano de Manuel Azaña aquellos días de 1938 en París, de las banderas de la época y de las relaciones internacionales. La Guerra Civil española que conmovió al mundo fue todo eso. Y debe ser contada, como hace Antoñana, en su sitio y en su tiempo; debe informar de aquel momento. De los abuelos. Luego, los nietos estimarán lo que debe hacerse con toda esa información.
Movido por ese criterio escribió Enzo Traverso, italiano afrancesado, su A sangre y fuego. De la guerra civil europea (2007). Y, un poco drásticamente, decía: «escribir libros de historia significa ofrecer la materia prima para un uso público del pasado. Aquélla no hace del historiador un guardián del patrimonio nacional —dejémosle esta ambición a otros— porque su intento consiste en interpretar el pasado, no en favorecer procesos de construcción identitaria o de reconciliación nacional». Esto es cosa de la sociedad en su conjunto y son, en definitiva, cosas referidas a la polis; es política.
La opinión de los lectores:
comments powered by DisqusEn Euskonews nos interesa su opinión. Envíenosla!
¿Quiere colaborar con Euskonews?
Arbaso Elkarteak Eusko Ikaskuntzari 2005eko Artetsu sarietako bat eman dio Euskonewseko Artisautza atalarengatik
On line komunikabide onenari Buber Saria 2003. Euskonews
Astekari elektronikoari Merezimenduzko Saria